sábado, 16 de febrero de 2013

CUENTO DE NAVIDAD

En una casa más o menos humilde de un país cualquiera vivía una familia compuesta por el matrimonio y sus dos hijos. Juan el hijo mayor de 24 años, casi abogado y Priscila, la pequeña de apenas 4 añitos.

Al acercarse la navidad el padre había comprado un rollo de cinco metros de papel metalizado para poder envolver los regalos antes de ponerlos en el modesto arbolito, armado desde principios de diciembre en la entrada de la casa.

El 23 en la noche, el hombre se decidió a empaquetar los regalos, más simbólicos que valiosos, para nochebuena. Que desagradable sorpresa fue encontrar en el estante del ropero, el tubo de cartón donde venía enrollado el papel metalizado, desnudo de los cinco metros del costosísimo papel de envoltura. El dinero era bastante escaso en la familia y posiblemente por eso, a pesar de lo avanzado de la hora el señor explotó de furia y mandó llamar a su familia para ver quién había utilizado el papel que él compró para los regalos.

La pequeña Priscila apareció con la cabeza gacha para decirle a su padre que ella lo había usado.

- ¿Pero no te das cuenta de que ese papel es muy caro y que tu papá tuvo que trabajar varios días para poder comprarlo. Podrías decirme para qué tontería usaste el papel metalizado?

La niña salió corriendo y regresó con un paquete del tamaño de una caja de zapatos, envuelta con varias capas del costoso papel, ahora arrugado e inutilizable.

- ¿No te dijo tu madre que no debes tocar las cosas de los mayores para tus juegos?. ¿Cómo se te ocurre envolver esa caja con cinco metros de papel dorado?

- Es un regalo de navidad papá, -dijo Pricila- para el arbolito.

- ¿Y se puede saber para quién es este regalo tan valioso como para usar todo el rollo de papel en envolverlo?

- ¿Y para quién va a ser?, para vos, papá.

El hombre se enterneció y abrazándola le pidió disculpas por los gritos. Como nos sucede a todos, con el regalo en las manos quiso saber qué contenía y le pidió a la pequeña permiso para abrirlo. Poco después el hombre volvía a explotar:

- Cuando das un regalo a alguien se supone que debe haber algo adentro. ¿Usaste ese papel para envolver una caja vacía?

A la pequeña se le llenaron los ojos de lágrimas y dijo:

- Es que esa caja no está vacía, yo soplé adentro cincuenta y ocho besos para vos, papá.

El padre alzó a la niña y le suplicó que le perdonara su ceguera y su ignorancia. Dicen que el hombre guardó para siempre la caja bajo su cama y que siempre que sentía derrumbado, abría la caja y tomaba de ella un beso de su hija. Esto lo ayudaba a recuperar la conciencia de lo que era importante y de lo que eran sólo tonterías.

Jorge Bucay

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