Que no sé nada del tiempo…que es un misterio para mí… y que no comprendo la eternidad…
Yo
tuve que aceptar, que mi cuerpo nunca sería inmortal, que él
envejecería y un día se acabaría. Que somos hechos de recuerdos y
olvidos; deseos, memorias, residuos, ruidos, susurros, silencios, días y
noches, pequeñas historias y sutiles detalles.
Tuve
que aceptar que todo ello es pasajero y transitorio. Y tuve que
aceptar, que vine al mundo para hacer algo por él, para tratar de dar lo
mejor de mí, dejar rastros positivos de mis pasos, en el momento de
partir.
Yo
tuve que aceptar que mis padres no durarían para siempre, y que mis
hijos poco a poco escogerían sus caminos y proseguirían ese camino sin
mí. Y tuve que aceptar que ellos no eran míos, como suponía, y que la
libertad de ir y venir, es un derecho de ellos también.
Yo
tuve que aceptar que todos mis bienes me fueron confiados en préstamo,
que no me pertenecían y que eran tan fugaces como fugaz era mi propia
existencia en la tierra. Y tuve que aceptar que los bienes quedarían
para uso de otras personas cuando yo ya no esté por aquí.
Yo
tuve que aceptar que barrer mi acera todos los días no me daba ninguna
garantía de que ella era propiedad mía, y que barrerla con tanta
constancia era apenas un fútil alimento que me daba a mí la ilusión de
poseer.
Yo
tuve que aceptar que lo que yo llamaba “mi casa” era sólo un techo
temporal, que un día más, un día menos, sería el abrigo terrenal de otra
familia. Y tuve que aceptar que mi apego a las cosas, sólo apresuraría
aún más mi despedida y mi partida.
Yo
tuve que aceptar que los animales que quiero, y los árboles que yo
planté, mis flores y mis aves, eran mortales. Ellos no me pertenecían.
Fue difícil, pero yo tuve que aceptar.
Yo
tuve que aceptar mis fragilidades, mis límites, y mi condición de ser
mortal, de ser efímero, de ser pasajero. Yo tuve que aceptar para no
perecer.
Yo
tuve que aceptar que la vida siempre continuaría conmigo o sin mí, y
que el mundo en poco tiempo me olvidaría. Humildemente confieso que tuve
que librar muchas guerras dentro de mí. Yo me rendí y acepté lo que
tenía que aceptar. Aceptar para dejar de sufrir, para lanzar fuera mi
orgullo y mi prepotencia y para volver a la simplicidad de la
naturaleza, que trata a todos de la misma manera, sin favoritismos.
Y tuve que aceptar que no sé nada del tiempo y que es un misterio para
mí. Que no comprendo la eternidad y que nada sabemos sobre ella. ¡Tantas
palabras escritas desde el principio, tanta necesidad de explicar,
entender y comprender éste mundo y la vida que en él vivimos!
Yo tuve que desarmarme y abrir mis brazos para
reconocer la vida como es, que todo es transitorio, y que sólo funciona
mientras estemos aquí en la tierra. ¡Eso me hizo reflexionar y aceptar,
para alcanzar la paz tan soñada!
Autora: Silvia Schmidt
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